viernes, 8 de septiembre de 2017

La evaluación del profesorado: “el alumno me tiene manía”.

Escribe  Universidad de Cantabria (Tomado de Universidad, si)

Cuando un estudiante llega a la Universidad, piensa que los profesores solo se dedican a dar clase. Después, uno se da cuenta de que realizan otra actividad que se llama investigación. Y más tarde, uno aprende que ésta última tiene mucha más incidencia en su carrera profesional que la docencia. Y entonces uno se pregunta por qué algunos de los profesores ponen tanto empeño en preparar y dar bien las clases, si apenas se les va a reconocer el mérito. Probablemente, por pura vocación.
Y es que en nuestro país puede hacer igual carrera profesional en la Universidad alguien que da las clases bien, que alguien que lo hace de manera mediocre. Es más, quien dedica mucho tiempo a su labor docente, en lugar de dirigir todos sus esfuerzos a publicar, podrá ver perjudicada su trayectoria. Se comprende que se oiga a menudo la queja de que la docencia “quita tiempo para la investigación”. No se oye a casi nadie, por el contrario, quejarse de que la investigación quita tiempo para la docencia.
La calidad de la docencia universitaria es un punto clave para que la Universidad pueda seguir cumpliendo dignamente el papel que siempre ha tenido: generar conocimiento y transmitirlo. Es imprescindible evaluar, diagnosticar, y solucionar los problemas cuando los haya. Así lo entienden colectivos cada vez más numerosos, como La Facultad Invisible, a la que esta firmante pertenece.
Como es sabido, la ANECA utiliza el programa Docentia para evaluar la cualificación de los candidatos a los cuerpos docentes universitarios. Entonces, ¿cómo se evalúa al profesorado? Algunos aspectos son más fácilmente puntuables, como la publicación de materiales docentes originales, o la dirección de trabajos de fin de grado o máster.
Pero el meollo de la cuestión es la docencia en sí misma, lo que ocurre detrás de las puertas del aula. Esto solo es presenciado, en el día a día, por el propio docente y por los alumnos. Así pues, y salvo la autoevaluación del docente, son los estudiantes los únicos que pueden aportar su punto de vista, y en esto se basan las encuestas de evaluación que realizan actualmente las Universidades por medio de sus SGIC (Sistemas de Garantía Interna de Calidad). Aunque cada universidad dispone de sus propias encuestas, he aquí un ejemplo.
Cabe preguntarse, sin embargo, por la utilidad real de estas encuestas, que debería ir más allá de la burocracia. ¿Cómo se recompensa a quienes obtienen los mejores resultados? ¿Cómo se ayuda a mejorar a quienes los tienen peores?
Parece claro que la evaluación ha de ir de la mano con la formación pedagógica del docente: otro gran caballo de batalla. Y esta formación, a la par que la evaluación, debería tener lugar tanto en el momento inicial como de manera continuada. Pero actualmente no existe tal formación. El doctorado está concebido para formar a investigadores, y se da por hecho que también sirve para formar docentes. Sin embargo, los conocimientos sobre un tema, o la capacidad de crear nuevo conocimiento, no necesariamente garantizan la capacidad pedagógica.
Cierto es que existen cursos de formación para el profesorado universitario, proporcionados por cada Universidad. Pero la asistencia a ellos es voluntaria y reducida, y no está claro que repercutan en la mejora de la calidad global.
Además, por lo mismo que los docentes apenas recibimos formación pedagógica, tampoco se nos proporcionan criterios para interpretar las encuestas de los estudiantes. Existe el mito de que, cuando los docentes recibimos evaluaciones negativas, se debe a que somos “demasiado exigentes”, siendo común la creencia de que nuestras evaluaciones por parte de los estudiantes serían más positivas “si aprobásemos a más alumnos” o “si bajáramos el nivel”.
Sin embargo, todos los que hemos pasado por las aulas -universitarias o no- sabemos muy bien en qué se distingue un buen profesor. Es quien hace que los alumnos aprendan -parece simple, pero no lo es-, quien hace fácil lo difícil, quien transmite motivación y entusiasmo. Y esto no está reñido con el nivel de exigencia. El alumno aceptará de buen grado que seamos exigentes, si la docencia impartida ha sido acorde. Por el contrario, si nuestro desempeño es mediocre, aunque bajemos el listón, no por ello obtendremos mejor consideración entre los alumnos. Quizá incluso lo contrario.
Y es que la capacidad pedagógica se forma y progresivamente se perfecciona, y para ello se han de poner los medios necesarios. De no ser así, si los docentes obtenemos en algún momento evaluaciones desfavorables, no sabemos a qué se debe ni cómo mejorar, y quizá lo atribuyamos, en una curiosa inversión de los roles tradicionales, a que los alumnos “nos tienen manía”.
Aunque también la evaluación por parte del estudiante tiene sus limitaciones. La participación a menudo es escasa y hay que conceder que para el estudiante es muy difícil ser imparcial. Y por otra parte, se corre el riesgo de que el docente oriente su desempeño hacia aquellos aspectos susceptibles de ser puntuados, sin que esto signifique necesariamente una mejora en la calidad docente.
Por ello, posiblemente las encuestas a los estudiantes hayan de complementarse con la presencia de observadores externos en las aulas. Esta es una idea que ya se está experimentando en distintas universidades europeas -aunque aún está lejos de implantarse de manera sistemática- y que permite además dar validez a las evaluaciones de los estudiantes, al verificarse la correlación entre ambos datos. Asimismo, las evaluaciones retrospectivas por parte de alumnos egresados pueden aportar otro punto de vista interesante, ya que -aunque también con sus limitaciones- se obtienen opiniones más claras y enriquecidas por la experiencia.
El siguiente problema es cómo utilizar los resultados de la evaluación para que efectivamente desemboquen en una mejora de la calidad docente. Muy diversas ideas se están proponiendo en los últimos años, y el debate se está haciendo imprescindible.
Por ejemplo, ¿debería darse más peso a la docencia, y a la calidad de ésta, en los procesos de acreditación de la ANECA? Para aspirar a ser Profesor Titular o Catedrático, tener una calificación A (máxima) en docencia no es útil, pues no compensa posibles carencias de investigación. Sin embargo, una A en investigación sí puede compensar la falta de calidad docente del candidato.
¿Debería contemplarse la figura del profesor que se dedique (casi) solo a la investigación, o (casi) solo a la docencia? De este modo se evitaría obligar a dar clase a quienes en realidad no quieren darla, ya que quien hace algo sin ganas es muy difícil que lo haga con calidad. Y también se conseguiría que los profesores con gran vocación docente puedan desarrollarla plenamente sin verse absorbidos por la investigación.
La retribución variable es otra posibilidad que a menudo se baraja, más allá de los actuales tramos docentes que prácticamente son un trámite. Bueno es premiar al que hace bien su trabajo, aunque los detractores también ven deseable que los profesores desempeñen bien su labor por motivos que no sean puramente de pane lucrando. Los países más avanzados en la enseñanza, como Finlandia, hacen un gran esfuerzo por atraer a la profesión docente a las personas más capacitadas y vocacionales, de modo que la motivación dé lugar a la recompensa, y no al contrario.
Muchas son las posibilidades y los caminos abiertos. Lo que está claro es que tanto la evaluación como la formación del profesorado han de ser una labor constante y continuada, con el firme propósito de aspirar a una docencia universitaria excelente. Y esto ha de involucrarnos a todos: alumnado, profesorado, gobernantes y autoridades académicas, y en última instancia a la sociedad en su conjunto. Nos jugamos mucho en ello.

Tomado de Universidad, si con permiso de sus editores

1 comentario:

Francisco Cordoba dijo...

Estimada Profesora,
Me parece muy acertado, oportuno y conveniente su escrito.
La formación docente, inicial y continuada, debe ser una prioridad en la universidad y no relegarla a un segundo plano, como lo hacen los investigadores "de tiempo completo" y los centros de investigación,para quienes es mal visto que un profesor dedique más tiempo a la docencia que a la investigación.
Debe pensarse en el modo para que estas funciones sustantivas no riñan, que no sea vea a la una más importante que la otra y que se complementen entre sí.
Saludos
Francisco Córdoba