miércoles, 21 de febrero de 2018

Monjes copistas

Escribe Nelia Campos

El sabio refranero español dice: “Quien quiera saber, que vaya a Salamanca”. Ocho siglos han pasado y generación tras generación así lo seguimos diciendo.
Imaginemos que hubiéramos nacido en cualquiera de los siglos anteriores al nuestro, y que quisiéramos aprender sobre un tema cualquiera. Podría ser sobre las especies de árboles, o el Sistema Solar, o la historia antigua de Europa. ¿Qué opciones tendríamos? Quizá consultar algún libro o ir a una biblioteca si estuviera a nuestro alcance. ¿Y si quisiéramos profundizar más? Casi la única posibilidad sería ir a una Universidad, donde seguramente encontraríamos a un experto en la materia. Si tuviéramos la suerte de convertirnos en alumnos suyos, podríamos escuchar sus disertaciones y tomar valiosas notas con nuestro papel y pluma, reuniendo contenidos que podrían ser muy difíciles de encontrar en otro sitio.
Cuánto ha cambiado el mundo desde entonces, y qué poco las clases universitarias. Estas siguen consistiendo, mayormente, en que un profesor dicta apuntes, o los escribe en la pizarra, y los alumnos toman notas. Hay otras modalidades que parecen más modernas, como por ejemplo, proyectar el texto mediante diapositivas en una pantalla; pero esto suele servir simplemente para poder condensar más contenido en menos tiempo y no supone en realidad un cambio de metodología.
La mayor parte del tiempo que la Universidad dedica a las clases, se emplea en hacer que la información “cambie de soporte”. Es decir, que pase de los apuntes del profesor (o de su libro, de sus diapositivas, o de su propia memoria) a los apuntes de los alumnos. Multiplicar la información, que supuestamente solo estaba en un sitio –en la mente del profesor– para que se reproduzca en múltiples copias, que se guardarán en la carpeta y mochila de cada estudiante, con el fin de que cada uno de ellos lo pueda después memorizar. En este cambio de soporte se emplean horas y horas de actividad docente, haciendo que las aulas universitarias se parezcan al scriptorium de los monasterios medievales, donde los monjes copistas reproducían la información por el único medio disponible entonces: la escritura manual.
Huelga decir que en nuestra época no es esta la mejor manera de optimizar la transmisión del conocimiento. Ese valioso tiempo que se usa para copiar contenidos (los cuales muchas veces van de la pizarra a la mano sin pasar por la cabeza) podría liberarse para destinarlo a asimilar los conceptos y aprender a utilizarlos.
Pero hay en las aulas universitarias una tremenda inercia, una inercia de siglos, que pesa toneladas, y que en pocos casos se logra vencer.
Muchas veces el profesor da la clase tal como se la dieron a él o ella, y así día tras día, curso tras curso, generación tras generación. Y también el alumno se sienta en el pupitre con la misma actitud que sus padres o abuelos puesto que no conoce otra cosa.
La Universidad se debería desanclar de ese tiempo en que la información era patrimonio exclusivo de una persona. Sin embargo, el profesorado, bajo el peso de la tradición, puede tener a veces una cierta sensación de “estar de más” si el alumnado recibe los contenidos por otra vía.
Pero no debería ser así. El hecho de que el alumno reciba material impreso o electrónico (ya sea proporcionado por el propio profesor o procedente de otras fuentes) no resta para nada su función al docente, sino todo lo contrario.
Porque, lo que sí es privilegio del profesor y no es sustituible por un papel es la interacción directa con el alumno. Atender dudas, ayudar a resolver problemas, proponer ejercicios acordes con las dificultades que puedan ir surgiendo… Para esto sí hay que saber, y para esto sí hay que ser buen docente. Es incluso más difícil que impartir una clase magistral, porque uno ha de estar preparado para todas las eventualidades: incluyendo el que el estudiante nos pregunte algo que ni siquiera nos habíamos planteado.
Tampoco sería efectivo, por otra parte, caer en la simple acumulación de material: sería muy fácil proporcionar al alumno abundante información en cualquier formato para que “se lo estudie”. De poco serviría que el alumnado tuviese todo el material si no se trabajase en clase sobre ello.
La evolución en este sentido parece inevitable, y sin duda, en algunos casos particulares se está dando. Sin embargo, a menudo seguimos encontrando excusas para no cambiar:
– “Es que tienen que aprender a tomar apuntes. Y tomar apuntes también es una manera de aprender”.
Puede ser cierto, y probablemente será bueno hacerlo de vez en cuando, pero ¿debería ser esa la principal, o casi la única, actividad de los estudiantes en clase?
– “Es que si les doy los apuntes fotocopiados, no vienen a clase”.
Esto sí que es importante. Si un profesor proporciona los apuntes en cualquier formato impreso o electrónico, y por esa razón los alumnos dejan de asistir a sus clases… ¿no significaría que sus clases tienen poco que aportar? Por mi parte, como docente, si un día un papel escrito me puede sustituir, me retiraré de la profesión.
Es, por tanto, un reto fundamental para el docente el que sus clases sirvan para algo más que para obtener el material. ¿Y qué se puede hacer en una clase, si no es tomar apuntes? Pues innumerables cosas: elaborar la información, analizarla, aprender a aplicarla, discernir lo importante, resolver casos o problemas, debatir, reflexionar, plantear preguntas, comentar sobre el uso que el futuro graduado podrá dar a estos conocimientos, y un largo etcétera. Estos son aspectos que el alumno no puede llevar a cabo por sí solo, pero sí con la guía del profesor. Y este es sin duda el papel del docente del siglo XXI: The guide on the side, and not the sage on the stage (el guía al lado, y no el sabio en el estrado).
También es un reto para el estudiante que, acostumbrado al aprendizaje pasivo, tendría que pasar a la acción e involucrarse en su propia formación: incluyendo, por ejemplo, la participación activa en las clases, o la lectura/visionado de los materiales de manera previa a estas. Ello requiere un esfuerzo intelectual bastante mayor que la simple actividad de copia y posterior memorización.
Esto se hace en otros países (ver aquí) y es factible. Ahora bien, el estudiante no puede hacerlo si el docente no lo propone. Y el docente por sí solo, mal podrá hacerlo si no recibe apoyo del sistema. El cambio de paradigma supone una importante cantidad de trabajo añadido para el profesorado, en forma de elaboración de material didáctico adecuado, actualización de conocimientos, y preparación de una clase mucho más dinámica y compleja. Y para esto se requiere tiempo y recursos, además de un entorno universitario que apueste decididamente por la calidad docente: proporcionando formación al profesorado, evaluando y apreciando los méritos docentes, y premiando los esfuerzos en este sentido. Se puede ver al respecto lo que apuntaba en un artículo anterior (ver aquí).
Añadamos por último que, en un mundo global en el que la información está por todas partes, es papel fundamental de la Universidad guiar al estudiante para que sepa seleccionar con criterio dicha información, interpretarla, y utilizarla de un modo que tenga sentido en el campo que le corresponda. Al fin y al cabo, formarse –por ejemplo– como biólogo, ingeniero o historiador no consiste solo en acumular conocimientos sobre esta materia, sino en aprender a pensar como un biólogo, pensar como un ingeniero, pensar como un historiador. Y esto sí que se aprende del profesor que se esfuerza para transmitirlo, enseñando en sus clases a pensar. Mucho más allá del folio escrito.
Tomado de Studia XXI con permiso de sus editores

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